“Desde las lomas ipialeñas”, tradición renovada*

Por: J- Mauricio Cháves Bustos

¿Se puede hablar de una tradición poética? Si se hace un estudio arqueológico sobre la palabra poética en determinado sitio, es posible encontrar esa tradición.

 

Nos remontamos al Sur-Sur, al territorio de frontera donde el célebre libelista ecuatoriano Juan Montalvo, en uno de sus destierros en Ipiales, divisó Nubes Verdes que desconocían fronteras imaginadas e iban y venían del Ecuador a Colombia. Fue el poeta ipialeño Florentino Bustos quien acogió la frase y fundó en 1924 una revista con el sugerente nombre de “Nubes Verdes”.

Se van conjugando así las expresiones poéticas que recogen tanto el paisaje como la contemplación que se hace sobre el mismo; cerca de la ciudad está el santuario de Las Lajas, un lugar de peregrinaje mariano desde finales del siglo XVIII, escenario donde creyentes o no encuentran un paisaje que se torna, pese a todo lo que lo rodea, una especie de remanso.

El mito original habla de que en ese lugar donde se apareció una virgen, reinaba el demonio, aquel que no permitía que las evangelizaciones cruzaran de los Andes hacia el oriente ipialeño, por eso el mágico lugar de Potosí -poblado cercano-, fue durante tanto tiempo una especie de lugar ancestral mágico.

Rumichaca, Las Lajas, nos permiten comprender que el imaginario ipialeño está marcado por caminos importantes, donde al dar un paso más se vencen fronteras y la humanidad conquista lo que pareciera inexpugnable.

Una virgen se sobrepone al diablo, un libelista lanza una mirada que es recogida por un poeta, ahí se asientan imaginarios -imagos- donde se va entretejiendo una tradición poética.

Luis Ramón López en “Desde las lomas ipialeñas”, quizá sin pretenderlo, recoge, o mejor vivifica, esa tradición poética ipialeña; como un Diógenes, al que nada le importan los convencionalismos sociales, va sosteniendo una luz, la razón poética al mejor decir de los claros del bosque de María Zambrano, que detenta esa tradición, por eso no es raro verlo rodeado de jóvenes que lo leen, pero que también parecieran imitarlo, como en las viejas academias griegas o árabes, donde se imponía el maestro a desdén de los propios alumnos. 

La tradición cuenta que Juan Montalvo buscaba en Ipiales los lejanos parajes tanto para divisar su propio país, como para complacerse en sus meditaciones -también en las amatorias, de lo cual no fue ajeno-, entonces desde las lomas ipialeñas en su pareidolia veía castillos y seres mitológicos en las verdes nubes, así está escrito en sus impresiones sobre el sur de Colombia.

También recoge la tradición que el poeta Bustos quedaba extasiado contemplando los atardeceres ipialeños, entonces el Chiles y el Cumbal eran ante sus ojos titanes que resguardaban al poblado de cualquier atentado contra aquello que él consideraba era prístino.

Ramón López ve la ciudad, y la vive, el plano contemplativo de esa tradición se aterriza a la propia villa, a sus calles y parques, entonces el maná deja de ser una alegoría para volverse alimento en alfeñiques y pan de maíz. Poeta citadino, si se quiere, es la tradición hermosamente transformada, porque en esas lomas donde habita una tradición, la poética desde luego, pero también la de la cotidianidad donde Oliver -personaje que se vuelve entrañable, habita- Oliver habita una ciudad fantasma, tenebrosa ciudad de un habitante. Lago apacible donde hay una ciudad invisible-; ahí los cuerpos de jóvenes se vuelven a recrear en el Puente Nuevo, espacio público donde los serranos se convertían en peces –los vagos de barriada nos encontrábamos luciendo pantalonetas de colores, desteñidos atuendos de baño, en esas épocas no era delito ser vagos, a fin de cuentas éramos hijos de Ipiales…-; ahí el ensueño amorosamente libidinoso se convierte en una colegiala que pasea en su bicicleta –Llegando te detienes en una tienda, saboreas el rojo helado de mora; ¿cómo serán tus besos?-.

Tradición que se renueva, desde luego, de ahí esos jóvenes que son sus constantes seguidores, el recurso empleado es la prosa poética, por eso asoman en sus letras Baudelaire y Rimbaud -¿semejanza espontánea o pretendida en palabras y acciones?, quién sabe-, donde lo que se genera es un cúmulo de sensaciones y de impresiones sobre unos elementos que dejan de ser comunes para verterse en valor poético -como en “Historias de cronopios y de famas”, de Cortázar-. Blanca hoja originaria del papiro, donde hombres escribieron sabidurías que nosotros descubriremos, espaciada hoja como un inmenso salón donde rumoran voces fantasmas, donde resuenan ecos de pisadas pasadas.

Poeta existencialista -¿y quién que es, no lo es?-, quienes lo conocemos sabemos que sus palabra son la partitura de su propia vida, de subidas y bajadas por esas lomas, que cansan y que se pueden volver tedio –En la provincia no soñamos porque aspirar a soñar en estos pueblos es peregrinar a la pesadilla-; de sus experiencias oníricas que le permiten ir más allá del plano físico para encontrarse con sus propios fantasmas y con los fantasmas que habitan en el pueblo –Hoy no quiero dormir, la pesadilla es doble, pienso en el mundo y en la noche. La negrura aruña mi ventana, me sonríe.

Su mirada desde las lomas de Ipiales es la del aerostato que a su vez es un ojo, portada de “El aire y los sueños” de Bachelard, por eso esa tradición poética nos permite también mirar hacia abajo, hacia nuestra propia realidad – un ojo que se eleva, el ojo humano que mira desde el cielo­-; pero que se camina, de ahí que sus palabras nos conduzcan a una ciudad de frontera donde junto a la tradición habita la modernidad, lugar donde todo estará tan ocupado, tan reprimido… Que lo único que nos quedará serán los parques y las esquinas, lugar donde encontraremos a Ramón López, o porque no, a su propio legado.

 

* López, R. (2023). Desde las lomas ipialeñas. 2ª edición. Ibagué: Caza de Libros.

 

jemaoch@gmail.com

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