El matiz verdoso que toman las nubes, ciertas tardes de la ciudad de Ipiales, es un extraño fenómeno que se genera, posiblemente, por el verde de las praderas y montañas que circundan este hermoso territorio en el Sur occidente de Colombia.
Al parecer, esta rara visión, se presentó ante los ojos de poeta, del escritor Juan Montalvo Fiallos, ilustre ecuatoriano que vivió su destierro, en tres oportunidades, en la Ciudad fronteriza de Ipiales. Juan María Montalvo un ensayista y novelista ecuatoriano, de pensamiento liberal, fuertemente marcado por el anticlericalismo y la oposición a los regímenes de Gabriel García Moreno e Ignacio de Veintimilla, en la vecina República.
La Ciudad Sureña de Colombia fue el refugio en el exilo del Escritor donde escribió parte de sus obras entre las que se cuentan: Los siete tratados, El buscapié, Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes. Montalvo amó esta ciudad, al parecer, por esa facilidad que en las tardes se tomaba la atribución de jugar con las figuras que le ofrecían las nubes, al leerlas, sobre el firmamento.
Escribe el Catedrático Ipialeño Julio César Goyes Narváez refiriéndose a la estadía de Montalvo en Ipiales: “De verdad que Juan Montalvo, el Cosmopolita latinoamericano, “el ciudadano del mundo” amó y respetó esta comarca, tanto que vio un ser azul alto y hondo y, surcando en él, bandadas de nubes verdes, como Don Quijote vio gigantes donde Sancho no encontraba sino molinos.” El mismo connotado Nariñense, en su ensayo “Gigantes y nubes de encantamiento o la dualidad en el exilio Ipialeño”, que hace parte del libro: Juan Montalvo en Colombia1 relaciona un fragmento del libro Montalvo, “Páginas desconocidas”2 -escrito en Ambato, Ecuador, el 12 de enero de 1879- que evidencia la autoría de este calificativo dado al Municipio de Ipiales y que hoy el mundo entero la reconoce como “La Ciudad de las Nubes Verdes”
“podría ser yo imputado de parcialidad al hablar de Ipiales, si todos supieran el cariño profundo que abrigo por este pueblo; Más como a pesar de mis afecciones no soy sino extranjero para él, nadie me sindicará de juez y parte, ni mis honrosas memorias merecerán la tacha de vanos encarecimientos.
Bajo cielo tan grande, pintoresco y hermoso como el que cobija ese fresco valle de los Andes, no era posible viviese el pueblo mal intencionado y ruin que dicen los bribones para quienes perversidad y difamación son únicos elementos del ingenio.
Los que no conocen ciertas comarcas de Sudamérica suelen alabar extraordinariamente el cielo de Nápoles, el de Grecia y el de ciertas provincias de la península ibérica; pero ¡qué es el firmamento de allí para con esta bóveda sublime donde el Todopoderoso se dilata por el universo ostentando su pureza en el azul transparente, casi perdido en la inmensa altura; su resplandor en la luz imperturbable que llena esos ámbitos infinitos; su inocencia, en la blancura de las nubes amontonadas sobre el horizonte; colores, en los arreboles increíbles que se forman a la puesta del sol? Fenómenos
tan extraordinarios se presenta en el cielo de esa alta tierra que no estando, él allí para que vayan a verle los dudosos, con pena me abstendría yo en describirlo. En ciertos meses del año, eso es realmente un milagro; el sol se ha hundido tras el Cumbal, dejando encendida la nieve de esta montaña; las torres de Jerusalén, los templos de Balbec, los palacios de Nínive, las murallas de Babilonia, todo está allí sobre ese horizonte en hacinamientos maravillosos, variando de colores conforme la luz vespertina va menguando hasta dejar el campo a la noche. Pero antes que esta negra señora de la mitad del tiempo se apodere del mundo, ¡que portento es ese que mira arriba el que no lleva la vista clavada en el suelo! Unas veces las regiones occidentales son un mar de violado purísimo, por el cual está navegando un ángel escondido en una nubecilla de color de rosa, y alaba al Criador con ese cántico, sin voz que no oye sino el alma ahijada con la soledad y la naturaleza. Otras en abanico gigantesco, el vértice en el horizonte, se abre por el firmamento de plumas de diferentes colores que alcanzan el cenit con el extremo. Oiga usted, Semblantes, le dije una vez a mi compañero de destierro, mirando a la bóveda celeste; si yo escribiera que he visto nubes verdes, ¿me creerían? Por decirlo usted, quizás; pero realmente es increíble lo que estamos viendo. Un pavo real había desplegado la cola y la tenía explayada sobre el cielo; los colores del arco iris, en confuso desorden todos estaban allí sobre un fondo blanquecino, imposible de presentarse en la imaginación si no pasa por la vista. Elefantes sin cabeza, dragones desmesurados, águilas en actitud de alzar el vuelo, esfinges inmóviles, endriagos portentosos, vestigios de bellas formas, toda clase de figuras, figuras grandes, en proporción de ese teatro, están allí dando idea de un mundo fantástico superior al que habitamos. En ninguna parte del mundo las nubes toman lineamientos más extravagantes y grandiosos: ese es un espejismo elevado donde vemos impresos los prodigios de las ciudades muertas y los bosques impenetrables. Nunca se me olvidó un toque sombrío de ese cuadro deslumbrador: el castillo de Santo Ángel, oscuro y zahareño, se alzaba todas las tardes sobre el horizonte a corta distancia del ocaso. Era un nubarrón enorme, cilíndrico, truncado, igual en un todo al que he visto cerca de San Pedro en Roma. Este monstro nunca tomaba parte de la luz de los vecinos: pálido unas veces, otras casi negro, no quería desmentir su condición de sepulcro ni de fortaleza. El Castillo de Santo Ángel, como yo lo llamaba para mí era la figura preponderante de ese cuadro diario. Una veces en mi balcón, dueño de la cordillera y el mundo con la vista; otras sentado sobre el barranco del camino, lejos, muy lejos del pueblo, veía, oía y palpaba esas celestes epopeyas. Probable es que los hijos de esa comarca no den noticia de ellas no a todos les es dado el don de soledad, melancolía y contemplación del universo”
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1 Juan Montalvo en Colombia. Consulado general del ecuador en Ipiales. Primera edición, 2013
2 Juan Montalvo, Páginas desconocidas, Imprenta Arias, Quito, enero 28 de 1879.
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